Tras siete años en los que he tenido el honor y la satisfacción de estar al frente de la Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones, estoy convencido del papel esencial que el sector asegurador tiene en la vida económica, con su acreditada capacidad de análisis, valoración y gestión de los riesgos materiales y financieros que afectan a las personas y las empresas, incluidas sus relaciones jurídicas y económicas. También creo que resulta incuestionable la capacidad del sector asegurador para hacer compatible su tradicional solidez financiera y operativa, derivada de la prudencia y proyección a largo plazo de sus decisiones, con sus posibilidades de rápida adaptación frente a situaciones excepcionales. Así lo demuestra la respuesta a la serie de acontecimientos constituida por la pandemia del Covid-19 y sus consecuencias humanas y económicas; la gestión de algunos de los siniestros más singulares de los últimos años, como la tempestad Flora o la erupción del volcán de La Palma, o del peor período en términos de siniestralidad agrícola. Todo ello haciendo frente a un contexto financiero con un sorprendentemente largo periodo de tipos de interés bajos y una situación geopolítica de gran tensión, que ha incluido desde el Brexit hasta el estallido bélico en nuestro continente.
Pero, además, estoy especialmente convencido de otro aspecto estructural que define al sector asegurador, como es el referente a su positivo impacto social; una proyección sobre la sociedad que va más allá de las cifras de volúmenes de primas, capitales asegurados e indemnizaciones y que se concreta en su contribución al bienestar, la cohesión y la convivencia en una sociedad cada vez más compleja.
Ese impacto positivo deriva de la esencia misma de la actividad propia de prevención y cobertura basada en la gestión común de riesgos. Pero crecientemente también de otro ámbito más singular, como es el de sus actividades de responsabilidad social corporativa. Efectivamente, el sector asegurador cuenta con una ya larga lista de personas y entidades de referencia que han mostrado una gran motivación para desplegar una constructiva labor de apoyo y protección ante situaciones de riesgo social y sanitario; de difusión de la formación, la cultura y del deporte; y de protección del medio ambiente.
Un ejemplo claro son las iniciativas que desde la organización empresarial que acoge esta tribuna vienen desarrollándose como parte de su política de responsabilidad social corporativa, con amplitud de propósito y de geografías, y que abarca los ámbitos social (Camino de Santiago Cojebro Solidario, que encauza aportaciones económicas para iniciativas sociales), el reconocimiento y apoyo a la cultura como motor de progreso (Premios Cultura y Seguro), los proyectos medioambientales (proyecto de educación medioambiental Bosque Cojebro en Alicante, o la reforestación en la selva amazónica peruana y protección de la biodiversidad en la zona), y la promoción del voluntariado corporativo. En definitiva, un conjunto de iniciativas que conjugan las tres dimensiones de la acción solidaria: financiera, social y medioambiental, movilizando recursos económicos, tiempo, capital social y experiencia profesional para dar soluciones a problemas concretos.
El ejemplo de Cojebro pone de manifiesto el gran potencial para que el sector asegurador contribuya a la consecución de los objetivos comunes en materia de sostenibilidad medioambiental, social y de gobernanza, y que lo haga en el ejercicio de su propia decisión, más allá de las rigideces y los imperativos de la regulación, como parte de una sociedad que si bien es capaz de generar un crecimiento rápido y vasto de riqueza, lo hace con una distribución, a veces, muy desigual en el reparto de sus consecuencias. Andrew Carnegie, uno de los mayores empresarios filántropos de la historia, consideraba la filantropía como una parte del contrato social; un deber para devolver a la sociedad algo de lo que se ha recibido y una autentica “póliza de seguro” contra la desafección.